Comienzo a leer con mucho interés “El cerebro femenino” de Louann Brizendine, neuropsiquiatra de la Universidad de California, interesada por los estudios de la mujer y fundadora de la Women’s and Teen Girls’ Mood Hormone Clinic. Los asuntos neuropsicológicos me apasionan, y las diferencias entre hombres y mujeres siempre han sido uno de mis temas preferidos, por lo tanto, anticipo una gratificante lectura durante los próximos días.
El libro comienza con una descripción de las principales hormonas y su influencia sobre el cerebro de la mujer. La doctora no se corta un pelo, y admite que las oscilaciones hormonales asociadas al ciclo menstrual tienen una influencia clara sobre el estado de ánimo, el funcionamiento cognitivo y el rendimiento de muchas mujeres. Está bien que lo afirme una mujer. Yo hace años que trato de evitar cualquier referencia a algo tan obvio, pero tan políticamente incorrecto. Pero, me pregunto ¿acaso no es una conocida feminista?
Sigo leyendo: “
el cerebro femenino tiene muchas aptitudes únicas: sobresaliente agilidad mental, habilidad para involucrarse profundamente en la amistad, capacidad casi mágica para leer las caras y el tono de voz en cuanto a emociones y estados de ánimo, destreza para desactivar conflictos. Todo esto forma parte de circuitos básicos de los cerebros femeninos. Son los talentos con los que ellas han nacido y que los hombres, francamente no tienen”.
Tras la lectura del párrafo anterior se despejan mis dudas acerca del feminismo de la autora, que parece recoger el hacha de guerra que hace unos años desenterró Helen Fisher con su obra “El primer sexo”. Vuelvo a leer con detenimiento, y, en efecto, no era una mala interpretación, leí bien, pues dice textualmente “
que los hombres, francamente no tienen”. Aunque también leo a continuación: “
Ellos han nacido con otros talentos, configurados por su propia realidad hormonal”. Siento cierto alivio y una gran curiosidad por ver cuáles son esos talentos, así que continúo ansiosamente la lectura esperando encontrar referencias a una superioridad masculina para las matemáticas, o para las ciencias, o para la mecánica, o, al menos, para el lanzamiento de penaltis.
Pero no, parece que no va por ahí la cosa, o si no juzguen ustedes mismos: “
los hombres, en cambio, tienen dos veces y media más de espacio cerebral dedicado al impulso sexual, igual que los centros cerebrales más desarrollados para la acción y la agresividad. Los pensamientos sexuales flotan en el cerebro masculino muchas veces al día”. Bien, algo había notado yo, pero no deja de incomodarme una afirmación tan tajante.
Continúo la lectura y encuentro nuevas referencias a las diferencias de género. Así, la doctora Brizendine afirma que la amígdala “
esa bestia salvaje que llevamos dentro” es mayor en los varones, mientras que el córtex prefrontal (el órgano de la civilización según el neuropsicólogo Luria, y encargado de la mayoría de funciones superiores) es mayor y madura antes en las mujeres. Mi ínsula (que procesa sentimientos viscerales) comienza a enviarme señales y empiezo a sentirme “incómodo”. Con un estado de ánimo entre intrigado y molesto -mi cerebro de varón no me permite captar bien la diferencia- decido continuar la lectura.
En ese preciso momento escucho gritos en casa, por lo que mi amígdala de primate macho se activa y me impele a acudir de inmediato a defender a mi progenie. Los alaridos provienen del cuarto de baño. No parece grave, es un simple asunto doméstico: mi mujer intenta ducharse y solicita mi intervención para que cambie la bombona de butano, pues el agua no sale caliente. Compruebo que la bombona no está vacía pero, misteriosamente, el agua continúa saliendo fría (si puede llamarse fría al agua que sale del grifo en el pleno agosto sevillano; pero, en fin, convengamos que la sensación térmica es algo relativo).
En ese momento, en algún lugar de mi cerebro se activa el recuerdo de algo que sucedió anoche en casa: aunque no soy fumador, después de cenar me apeteció echar un pitillo, y tras buscar infructuosamente cerillas por toda la casa, con impaciencia y aceleradamente, acudí al último recurso: el termo de gas. Como tiene una carcasa que impide acceder a la llama, tuve que retirarla, ciertamente de forma algo brusca y precipitada. Parece que el montaje posterior dejó mucho que desear, y aunque aparentemente todo está correcto y en su sitio, el termo ha dejado de cumplir la función para la que fue diseñado. Al instante, reconozco que mi actuación fue algo impulsiva y no pareció estar muy dirigida por mi corteza prefrontal. Había cerillas.
Recuerdo haber leído que mientras que las mujeres se sienten atraídas por las personas los varones prefieren manipular objetos y reparar chismes diversos. Pienso en el termo y comienzo a sentirme inseguro con respecto a mi identidad sexual, aunque al instante recapacito y recupero la tranquilidad: el libro que tengo aún en mis manos es, al fin y al cabo, un objeto.