Psicología ES
Grimblat, S. - Adolescencia, repitencia y exclusión
La composición de las problemáticas que nos aquejan en la actualidad, han quedado en sus formas de enunciación, bajo la tutela de aquellos discursos disciplinares que de antaño supieron trazar la territorialidad moderna. Dicha discursividad persiste, al mismo tiempo que intenta asistir las problemáticas actuales, no hace más que insinuar sistemáticamente que el mapa trazado por los discursos disciplinares ya no se corresponden con el territorio. Ampliemos esto último.
La revolución moderna instala una serie de pautas subjetivantes. Definimos pauta subjetivante como una disposición a-priori, está a la vez es sostenida por la pre-condición basada en el suelo institucional que configura un entramado de instituciones instituyentes de la modernidad misma como proyecto desplegado en el tiempo. Esto último produce como efecto una serie de marcas. Estas operan en una doble vía, tanto sea sobre el sujeto individual como cohesivas del colectivo. Es decir, al mismo tiempo que dicha marca es condición del sujeto lo es del colectivo componiendo una aparente amalgama, la amalgama es una operación del discurso y no de las cosas. Dicha afirmación emerge de la dificultad actual de poder enmarcar las situaciones que dentro de los campos disciplinares se presentan.
Siguiendo esto último, ¿lo que estaría en crisis sería el discurso? La pregunta obligada es si el discurso disciplinar moderno instituye al interior problemáticas invocando a sus metodologías resolutivas, o por el contrario; la insistencia de la discursividad disciplinar moderna en su persistencia simbolizante, no hace más que resaltar la distancia irreparable entre las palabras y las cosas. Así como la mirada del niño hacia la pareja parental dentro del esquema de la familia tradicional burguesa, donde ve a sus padres como un conjunto o totalidad y su producido discursivo como una unidad, vale decir, el discurso familiar, "la historia oficial o la verdad". Los discursos disciplinares sostenidos en las prácticas institucionales leen las problemáticas y aplican sus métodos, vigilan, castigan, curan o enseñan. Deben combatir la barbarie, pero no se les ha asignado rendirse, las prácticas no pueden abandonar su objeto, lo llevan como su sombra, de allí la angustia ante la propia imposibilidad, el fracaso revive los fundamentos sin cuestionarlos. Pero si los padres de ese niño por alguna razón se separaran, éste persistiría en imponer su deseo de unión ante el asedio de una realidad que en primera instancia se presenta traumática. No solo por el dolor de la separación, sino porque lentamente va viendo como las discursividades que lo sostenían van entrando en conflicto con las percepciones, todo ese discurso que tenía sentido en los espacios comunes, las cenas, los juegos, reuniones cumpleaños y navidades, se va desvaneciendo ante una realidad que se despliega bajo una dinámica que no logra decodificar por sí mismo. Los elementos no han desaparecido, siguen existiendo, son percibidos e identificados, lo que se desvanece es el "vínculo", las articulaciones, las ligazones. El niño ante el naufragio de los sentidos conocidos puede sentir que el discurso sigue vigente, pero quién ha desaparecido es él para ese discurso, es él quién ha desaparecido y no el discurso. Tal es el estado actual de la adolescencia ante las instituciones, en particular nos ocuparemos de las Instituciones Educativas.
La adolescencia
Encontramos dos grandes ejes teóricos para definir la adolescencia, el primero se corresponde con las teorías clásicas, estas han ubicado como una instancia de pasaje entre la niñez y la adultez, se corresponden con una lectura madurativa o del desarrollo. Sostenemos que la primer afirmación no es incorrecta sino que es insuficiente, lo cual implica que el concepto es más extenso de los que se presupone, variar el concepto lleva a cambiar el eje desde el cual se la piensa y clasifica dando lugar a una segunda definición ya no madurativa sino cultural.
La segunda definición propone una variación sobre el concepto, no solo como un tiempo determinado sino como una construcción cultural que ubica a un individuo dentro de una serie de prácticas e identificaciones. Entonces la adolescencia pasa de ser un tiempo cronológico vital para ser pensada como una posición subjetiva, que no se corresponde con un tiempo específico, sino como un trabajo psíquico constructivo de identidades, instancia a la cual se puede no ingresar y nunca tramitar, o por el contrario, se ingresa y el sujeto puede nunca salirse de ella.
La complejidad del concepto propone la revisión de una serie de contradicciones o usos múltiples del mismo, por un lado la definíamos anteriormente como puente que une las costas entre la adultez y la niñez. Por otro lado la adolescencia se presenta como un proceso constitutivo de identidad en tanto proceso intrínseco necesario. A la vez la adolescencia aparece como discurso social, donde en la actualidad se presenta como sinónimo de juventud constante, objeto de consumo y mercado fértil, tiempo de la vida que vino para quedarse y no como instancia de transición. También la adolescencia se corresponde con el armado y tránsito por instituciones que le son propias, la institución que supo albergarla fue el colegio secundario, posteriormente la universidad, la militancia política etc.
Encontramos entonces cuatro vectores que componen una estratificación por los cuales se ha pensado y se la sigue pensando, 1- como tiempo vital más o menos establecido alrededor de la pubertad 2- como producción cultural 3- como trabajo psíquico 4- como espacio institucional.
Cada uno de estos ubica toda su complejidad y conflictiva tanto interna como hacia los otros estratos.
Es precisamente dentro del sistema educativo donde dicha estratificación muestran su más profunda convulsión, ya que la educación y su institución paroxística, la escuela, precisa que determinadas ficciones institucionales se cumplan de un modo mínimamente estable, el cumplimiento de dicha ficción a base de repetición la llamamos subjetividad escolar.
La convulsión es el efecto entonces, entre el discurso que sostiene la ficción educativa y la persistencia de un producido inclasificable por la lógica clasificatoria que determina que está dentro o fuera del campo, es dicha lógica quién regula las acciones dentro del marco institucional. Lo que se instituye en la práctica es la distorsión.
Tomemos para ejemplificar algunos de los conflictos más visibles, la escuela solía tomar como referencia la edad cronológica para ubicar a un alumno dentro del sistema dentro de determinados parámetros. Dicho parámetro hoy no se corresponde, la edad cronológica no solo no coincide con los parámetros preestablecidos, sino que la distorsión satura las posibilidades del método pedagógico. No es lo mismo enseñarle los contenidos de primer grado a un niño de seis o siete años que a uno de quince, esto no solo implica una revisión del método de enseñanza sino a la vez reestablecer un orden de prioridad de los contenidos, pero a la vez, amerita un debate de la pertinencia de la institución ante determinada problemática. Vemos entonces la distorsión entre el primer y cuarto estrato, no coincide tiempo cronológico del alumno con su topos institucional, algo se desquicia, las secuencias dejan de repetirse repercutiendo sobre la experiencia como una distorsión. Se rompen las secuencias previsibles, el muchacho de quince "sabe" menos que el de siete ¿esto lo hace necesariamente un alumno de segundo grado? Claro que no, la cuestión es si esta situación tiene lugar en el sistema. No alcanza con ver lo evidente, sino si ello tiene espacio en la compleja red burocrática que compone lo escolar. Lo que surge en la institución como una discordancia no es más que la ruptura de un discurso y el vacío que instala la ausencia de repetición que estabiliza la práctica. Muerta la repetición toda situación es siempre nueva y para la cual no hay recursos simbólicos de intervención. Siguiendo con la situación hipotética, qué lugar tienen un joven de quince si "sabe" menos que el de siete.
Ubicábamos anteriormente la adolescencia como producción cultural y como trabajo psíquico. El primero se corresponde con el proyecto de inclusión de un individuo en la cultura, vale decir del colectivo. El segundo implica que operaciones subjetivas debe realizar el sujeto para incluirse. A estas operaciones subjetivas las nominamos trabajo psíquico, el trabajo psíquico del adolescente consiste en una metabolización compleja, es un trabajo de descomposición recomposición de los enunciados constitutivos originarios fijados a las instancias significativas primarias para producir nuevas representaciones orientadas a una transformación y conformación de una nueva identidad, dicha identidad compone tanto los destinos sexuales como identitarios del sujeto en su conjunto. Para ello el adolescente debe desprenderse y re-prenderse, desprenderse de las ligaduras a la infancia, incluyendo tanto lazos como instituciones y metodologías infantiles. Si todo va bien, el desprendimiento va acompañado de un proceso en simultaneo de aprehensión y creación de nuevas formas culturales, por lo general el adolescente no hace éste trabajo solo, los grupos, las expresiones artísticas u otras producciones acompañan su despliegue creativo para diferenciarse de la generación anterior. Esta última compone de alguna manera la función social de la adolescencia, diferenciar las generaciones. Diferenciación que no en todas las culturas es posible. Las "fallas" por así decir en éste proceso, pueden determinar el proyecto de inclusión o no de un adolescente. Éste último puede ser actor, tanto de su propio proyecto inclusivo, como de la tragedia de su expulsión. Y al ser expulsado, el adolescente comienza a transitar caminos marginales o paralelos de la inclusión, como ser, la delincuencia, las adicciones, una vida compulsiva, la violencia y otras formas desubjetivadas del lazo y de la ética
Pero no todo depende solo de él, el trabajo del adolescente no ocurre en solitario, sino en un marco cultural que hace de sostén, sostén sobre el cual oponerse, sobre el cual producir, sobre el cual transformar. Lo que destituye el sostén es la indiferencia, el no registro, la ubicación sobre el otro como humanidad sobrante, al cual no se le cede, ni se espera por parte del otro que ocupe algún lugar.
El humano se caracteriza por crear cultura, haciendo de esta última no solo una construcción simbólica trascendental sino inmanente, el humano es creador de los lazos y formas de la vincularidad. El concepto de cultura compone un trabajo complejo entre lo individual y lo colectivo, Freud[15] despliega el concepto de cultura bajo dos grandes conjuntos vinculados entre sí, el primero de estos la ubica como toda construcción humana para ampararse de las fuerzas de la naturaleza. La segunda como aquello que regula los lazos entre los hombres garantizando tanto la transmisión de los logros culturales, como la inclusión de los individuos en ella. Consideramos que son las instituciones culturales quienes reúnen ambos aspectos, estas son construcciones humanas que despliegan funciones sociales hominizantes limitando la exposición de los sujetos de modo directo, siguiendo las expresiones freudianas, a las fuerzas de la naturaleza.
Las instituciones a la vez regulan los lazos bajo las identificaciones producidas por el poder instituyente del discurso institucional, implantando una lógica que regula las formas con las cueles se decodifica la realidad, desplegándose así una lógica clasificatoria ordenadora de lo simbólico que establece un criterio de lo que está dentro o fuera, lo posible o lo imposible, lo verdadero y lo falso. El campo educativo mediante la operatoria sus instituciones, se monta sobre la lógica clasificatoria disciplinar moderna, y está en tanto producción cultural intenta establecer un régimen de estabilidad y repetición, vale decir que el producto reproduzca al productor o que al menos lo reconozca. Pero la cultura en tanto actividad hominizante, fuente de identificaciones ofrece un suelo dinámico, impone un trabajo constante, la operatoria de inclusión y el trabajo identificatorio acompañan al individuo por toda la vida, a esta operación la denominamos proyecto identificatorio. Este último no siempre encuentra referencias claras, la cultura no ofrece un marco coordinado de producciones simbólicas, más bien opera en constante defasaje entre las los discursos, instituciones y el proyecto identificatorio. Éste es el caso entre la adolescencia en la actualidad y el campo educativo, estos elementos se encuentran desfasados, la pregunta es que hace la institución con el defasaje. Si el proyecto identificatorio es lo que sostiene al Yo en un continuo en el tiempo y lo lanza al futuro, como trascurre el trabajo adolescente si éste queda enquistado en el presente continuo. Qué lugar puede ocupar la institución escolar ante esta problemática. Qué se vuelve prioritario para el muchacho de quince años que sabe menos que el de siete, aprender a leer y escribir o establecer un proyecto que lo ubique como individuo en el mundo?.
A partir de estas elucidaciones podemos abordar las problemáticas de la repitencia adolescente y la exclusión proponiendo una nueva categoría que es la de expulsión.
Repitencia, exclusión, expulsión.
Todo campo se funda bajo un criterio demarcativo, instituye su propia legalidad y una serie de practicas derivadas, la repitencia escolar es el efecto de la practica escolar, es una condición de inclusión, establece una excepción en un proceso continuo propio del tránsito institucional educativo. Un alumno no coincide con lo que el sistema espera de él, debe repetir para seguir en condiciones de habitar el espacio y continuar su trayecto. La repitencia está reglamentada, es el producto de una metodología específica. Es la chance que se permite la institución y sus herramientas metodológicas de poder ser eficaz donde no lo ha sido, esto ocurre más allá de las causas de la repitancia. En otras palabras, el sistema sobrevive a su propia falla, la repitencia entonces, es un intento de reparación. La pedagogía, desde su lógica interna encuentra allí, una de las últimas (o la última) trinchera de su práctica: enseñar, lograr que el alumno aprenda.
Por otra parte, quién repite acepta la legalidad de la lógica de la repetición, consideramos fundamental, tomar la repetición no solo como "fracaso" sino como un orden de inclusión. El alumno que repite sigue en el sistema.
La exclusión profundiza lo anterior, dice "alguien no puede estar ahí", el loco no puede convivir con la sociedad, el enfermo no puede estar en contacto con el cuerpo social, el delincuente no puede estar con las personas decentes. El muchacho de quince no puede estar con los de siete, ¿cuál sería entonces su lugar?.
La exclusión es desde los parámetros de la modernidad, una lógica de la reclusión, hay registro de lo que no puede estar con el conjunto de las personas, es un existente que debe ser puesto en condiciones para poder ingresar nuevamente. Si las rehabilitaciones son eficaces y instituciones encargadas de la reclusión revierten el estado del excluido, éste puede volver. La lógica disciplinar excluye todo lo que altera el orden. En la exclusión el modelo panóptico basado en los discursos disciplinares de la modernidad sigue vigente, la exclusión es la puesta en acto del discurso disciplinar, allí se celebra su visualización más nítida.
La expulsión, se diferencia de las otras, allí se visualiza una dinámica que atraviesa a las otras aunque difícilmente se haga visible si los cuerpos persisten en el interior de las instituciones bajo la tutela discursiva y metodológica disciplinar. Tanto la repitencia como la exclusión son operaciones disciplinares, son el efecto de la decodificación institucional de una problemática, son la traducción del acontecer a la vigencia de la propia práctica. Para ser claros en la diferenciación entre los tres términos propuestos, la repitencia es representativa de lo que, más allá de su excepción, aún reúne condiciones de habitar el espacio. La exclusión es representativa de lo que no puede estar dentro y por lo tanto debe ser ubicado por fuera, lo excluido ha estado dentro y aún estando fuera, guarda la potencialidad de ingresar si las condiciones se generan. Lo expulsado, a diferencia de los otros, es lo que está por fuera, lo impertinente, lo que no reúne condiciones de habitabilidad, lo que no existe para el discurso hegemónico, lo que no tiene lugar. Lo expulsado no solo es lo que se encuentra por fuera, sino aquello que no logra establecer ni los vínculos, ni las operaciones subjetivas de inclusión necesaria para habitar el espacio colectivo.
La adolescencia expulsada es aquella humanidad sobrante, aquel puente al cual se le han desintegrado las costas, un vivir en pleno estado de contingencia por fuera de cualquier proyecto posible. Entonces la expulsión va más allá de estar físicamente dentro o fuera de las instituciones, es estar dentro o no de un proyecto. La adolescencia expulsada es aquello que irrumpe sistemáticamente en el interior de las instituciones manteniendo a estas en un estado de perplejidad constante. No se trata específicamente de una condición económica marginal del sujeto, sino de la consistencia subjetiva del proyecto.
Las problemáticas más sobresalientes que aparecen en la adolescencia expulsada son: Alumnos que han permanecido por años en la institución sin presentar ningún registro del trayecto realizado. El incremento de prácticas compulsivas, adictivas, sexuales, son efecto de la negación del otro como un semejante humano y del sí mismo. Estas descomponen el suelo necesario para la composición de todo vínculo ético, tanto sea entre pares como con las legalidades institucionales. Esto último constituye actualmente la base de la violencia escolar como su modo más visible de expresión. Aquí vemos el pasaje de la rebeldía adolescente a la desobediencia. El conflicto no emerge como efecto de una oposición sino como un no registro del otro y la legalidad que los incluye y trasciende.
Hacia una forma de propuesta:
El análisis del sistema educativo compone el más claro diagnosticador social, no solo porque en su interior se despliega la articulación de las prácticas e instituciones básicas de nuestra sociedad, sino que aún contiene la potencialidad instituyente de nuevas prácticas y transformaciones, en tanto la institución educativa se disponga a poner a pensar sus fundamentos.
La problemática propia de la adolescencia en tránsito por las instituciones escolares se ofrece como una analizador potente del estado general del sistema. La escuela opera por supuestos, históricamente no estaba obligada a tener que generar las condiciones que permiten el aprendizaje como un proceso posible, la escuela se respaldaba en otras instituciones sociales, la más cercana para dar un ejemplo es la familia. Agotados los supuestos, la escuela al igual que el adolescente queda como un puente entre dos costas que se han desintegrado. Por lo tanto, es hoy una función prioritaria de la escuela crear condiciones de existencia, de sentido para que todo proyecto se despliegue. Esta función no es atributo o monopolio de la pedagogía, pero si de la enseñanza, la enseñanza como transmisión cultural constitutiva del suelo necesario para la composición de un proyecto identificatorio tanto individual como grupal.
En la práctica con adolescentes, se torna imprescindible que ellos tengan un espacio sistemático para poder pensarse a si mismos, un pensarse porque sí, sin ninguna funcionalidad específica y sin esperar un rendimiento secundario. El dispositivo para hacerlo no tiene porque tener un formato definido, simplemente debe existir.
Las escuelas deberían dar esta posibilidad y ubicar dicha actividad al mismo nivel que los contenidos curriculares.
Una propuesta tan simple, pone a prueba la capacidad del sistema educativo de poder pensarse así mismos y el sentido de su práctica.
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