La relación entre la conducta agresiva y la falta de empatía es un asunto clásico en la psicología evolutiva. Si consideramos a la empatía como la capacidad para comprender y apreciar los estados emocionales y las necesidades de los demás, tenemos razones sobradas para pensar que la empatía y la preocupación por los otros es un factor que puede contribuir decisivamente a inhibir la agresión y a favorecer la conducta prosocial. En esta época de búsqueda de las bases cerebrales de todo comportamiento, se ha sugerido que la falta de la capacidad empática en algunas personas podría ser debida a un fallo en los mecanismos neurológicos que hacen que el sufrimiento de los demás cree una sensación de malestar psicológico, de manera que los sujetos violentos se mostrarían fríos e insensibles ante ese dolor ajeno. Incluso algún estudio reciente había encontrado, en sujetos con trastornos de conducta, una menor activación en la amígdala izquierda ante la observación de imágenes con fuertes connotaciones emocionales negativas, lo que parecía indicar que estos sujetos mostraban una menor reactividad emocional.
Sin embargo, un artículo que acaba de publicar Biological Psychology, y que ha analizado mediante técnicas de resonancia magnética funcional la respuesta cerebral de una muestra de adolescentes con trastornos de conducta agresiva, arroja algunas dudas sobre esa intuitiva hipótesis. En este estudio, 8 adolescentes con trastorno de conducta y otros 8 adolescentes que formaron el grupo control fueron expuestos a una serie de imágenes en las que algunas personas experimentaban dolor, tanto accidental como causado intencionalmente. Los resultados indicaron una mayor activación neuronal en los sujetos agresivos de algunas áreas cerebrales relacionadas con el circuito del dolor, aunque también con el de recompensa, (amígdala, ventral estriado, polo temporal) ante la contemplación de las imágenes, lo que de alguna manera contradice la hipótesis referida a la falta de respuesta empática ante el sufrimiento ajeno, es decir, nada de frialdad e insensibilidad. No obstante, la activación en otras zonas (corteza medial prefrontal y órbitofrontal) fue menor en estos sujetos, especialmente cuando contemplaron imágenes de dolor causado intencionalmente. Los autores destacan en el artículo la mayor respuesta neuronal de los sujetos agresivos, que puede interpretarse de dos maneras distintas, habida cuenta de la relación que las zonas que se activaban en la situación experimental guardan tanto con el placer con el dolor.
Una posibilidad es que los sujetos agresivos experimentan una sensación placentera ante la contemplación del dolor, lo que les llevaría a causarlo mediante su comportamiento violento, es decir, sería el mecanismo clásico por el que se repetirían las acciones generadoras de placer. Pero los autores apuntan una hipótesis alternativa, que a primera vista resulta algo contraintuitiva, la de que los adolescentes agresivos experimentan una sensación de mayor malestar ante la visión del sufrimiento. Este afecto negativo, unido a la dificultad para regular corticalmente las emociones negativas y para controlar los impulsos (estos sujetos muestran una peor conectividad funcional entre la amígdala y la corteza prefrontal y una menor activación en esta última) generaría una respuesta agresiva en los adolescentes diagnosticados con trastorno de conducta. Por ejemplo, estos sujetos podrían reaccionar de forma muy agresiva ante la visión de un amigo golpeado o herido por otros.
Esta segunda hipótesis echa por tierra la hipótesis referida a la menor sensibilidad empática en los sujetos agresivos; muy al contrario, estas personas experimentarían tanto malestar a la vista del dolor que, paradójicamente, reaccionarían de forma violenta, aunque no hay ignorar la posibilidad de una activación placentera. A primera vista puede resultar contraintuitiva la relación entre malestar y agresión, sin mebargo, recordemos las reacciones agresivas propiciadas por el dolor y la frustración.
Lo que no parece aclarar el estudio es la causa de las diferencias en la activación cerebral entre el grupo control y el experimental, y aunque podría atribuirse la responsabilidad a factores genéticos, nada excluye la posibilidad de que algunas experiencias estén detrás de las diferencias en los patrones de reactividad neuronal ante la contemplación de dolor, algo que parece bastante probable si tenemos en cuenta la abundante evidencia empírica que vincula la conducta agresiva con ciertas experiencias negativas en el entorno familiar y social.
Decety, J., Michalska, K. J., Akitsuki, Y. & Lahey, B. B. (2008). Atypical empathic responses in adolescents with aggressive conduct disorder: A functional MRI investigation.
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