La conducta agresiva y antisocial dirigida a nuestro congéneres genera un gran rechazo y en muchas ocasiones nos sorprende por su violencia injustificada. Sin embargo, se trata de un comportamiento con una base instintiva que ha tenido un claro valor adaptativo a lo largo de la evolución de la especie humana. Si para Freud el instinto de agresión se oponía de forma clara al instinto erótico o de vida, para etólogos como Konrad Lorenz la agresión tenía un evidente sentido utilitario, pues cumplía funciones esenciales para la supervivencia del individuo y de la especie. Por ello, no es sorprendente que la conducta agresiva tenga unas bases neurobiológicas bien definidas.
Aunque existen numerosas clasificaciones de la agresión, una de las más utilizadas es aquella que considera dos tipos de agresión la agresión reactiva y la instrumental. En este post nos referiremos a la primera, que es la agresión provocada por un suceso frustrante o amenazante y que implica un ataque furioso y no planificado sobre el objeto que se percibe como fuente de la frustración. Suele ir acompañada de ira y tener una alta carga emocional, por lo que se la considera como agresión caliente (hot).
Hoy día de dispone de muchos estudios con animales y con humanos, que mediante la utilización de diversas técnicas de neuroimagen(PET, fMRI) han aportado mucha información sobre las mecanismos cerebrales implicados en la agresión reactiva. Sin duda, el papel estelar le corresponde al sistema básico de amenaza (basic threat system) conformado por estructuras cerebrales entre las que destaca la amígdala. En sujetos normales, este circuito se activa en situaciones claramente amenazantes en las que la integridad personal está en peligro, por lo que se considera un mecanismo que facilita la supervivencia del individuo. Sin embargo, en otros sujetos, como quienes padecen el síndrome de estrés post-traumático, este sistema se muestra hiperexcitable, de forma que ante algunos estímulos, que dejarían fríos a la mayoría de personas, quienes padecen este trastorno reaccionan con una violencia desproporcionada. Tanto un acontecimiento traumático ocasional como una situación de estrés crónico, por ejemplo el rechazo materno, generan cambios estructurales permanentes en el cerebro que llevan a una mayor responsividad de la amígdala, y a un mayor riesgo de reaccionar de forma agresiva.
Los estudios con neuroimagen también han encontrado, no sólo en los sujetos con estrés postraumático sino también en quienes padecen trastornos explosivos intermitentes o trastornos bipolares, una menor respuesta en la corteza prefrontal (órbitofrontal y medial) ante narraciones o estímulos relacionados con situaciones traumáticas. Esto parece indicar que las regiones prefrontales implicadas en la regulación del sistema de amenaza se muestran disfuncionales en estas personas. Por lo tanto, la mayor agresión reactiva mostrada por algunos individuos sería debida del mecanismo conjunto de una mayor activación del circuito básico de amenaza y un déficit en la regulación prefrontal de las emociones generadas en situaciones amenazantes.
Se trata de un desequilibrio entre circuitos cerebrales, uno excitatorio y otro autoregulador, que nos recuerda bastante al desequilibrio que generaba la implicación de los adolescentes en las conductas de asunción de riesgos (ver aquí). Aunque en este caso no parece que los cambios hormonales de la pubertad generen una mayor excitabilidad del sistema de amenaza, sí vamos a encontrar un cierto déficit en la capacidad para controlar las emociones durante los años de la adolescencia, en los que aún no se ha completado la maduración de la corteza prefontal. Ello podría explicar la mayor prevalencia de la agresividad reactiva durante esta etapa.
Podríamos preguntarnos si ocurre lo mismo con la agresión instrumental. Pero ese será un asunto a tratar en otro post.
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Howard Zinn cuestiona la naturaleza agresiva del ser humano en el siguiente video.
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