Psicología ES
De la infertilidad al milagro: El poder de la intención
Por Olga Carmona ...“Debéis mentalizaros de que nunca tendréis hijos” nos dijo el equipo médico del hospital, tras varios intentos fallidos de fecundación artificial y también in Vitro.
“No hay nada que hacer”, “estáis clínicamente desahuciados para ser padres por la vía biológica”. Abandonamos el hospital en silencio, la infinita tristeza no nos dejaba ni respirar sin rompernos por dentro...
Cinco años han pasado, han volado.
Estoy en la sala opaca y blanca de un hospital. Hace mucho calor, tanto que estamos empapados hasta dejar mojada la cama. El sudor, la noche, las voces, algún llanto de bebé desesperado aumentan mi sensación de irrealidad. Hace apenas unas horas que me han rajado para sacarte, para arrancarte de mi y en la prisa y el miedo te han quemado la mano con el bisturí y a mi me han desgarrado las entrañas. Estoy todavía en shock y lo único que puedo hacer es mirarte. Tengo casi la certeza de que estoy soñando. Siento que este es el momento más feliz y más duro de mi vida. Este el principio de un aprendizaje simple que después se repetirá una y otra vez: la felicidad viene a veces de la mano del dolor. Juntos, por incompatibles que nos parezcan. Este ha sido un parto pesadilla, espantoso más allá de lo imaginable, artificial hasta lo imposible. Debí confiar más en mí y en ti, pero una vez más, el miedo hizo su labor y esta vez se impuso. Los médicos se agobian cuando conocen mi mal y empiezan a dar palos de ciego. Tu no estabas listo para nacer y yo lo sabía, nos obligaron, te obligaron. A esa hora ya me daba igual, ya estabas ahí, mirándome tan extrañado, supongo, como yo.
Esos cuatro días de hospital, ese calor de desierto, tu llanto, el dolor de mis pechos ahora irreconocibles en su inmensidad, mi herida… tu cuerpecito redondo y caliente pegado al mío… lo recuerdo como una alucinación.
De vuelta a casa, en el asiento trasero del coche íbamos los dos. Yo te miraba, aún absorta. Tu dormitabas. A ratos abrías los ojos, cruzabas tu mirada con la mía y los volvías a cerrar. Como si ya me conocieras. Miré por la ventanilla, percibía el exterior de forma diferente, como si estuviera en otra ciudad, como si yo fuera otra. Y lo era, pero aún no lo sabía.
Mi niño de luz, mi amor. Qué rígidas, qué cortas, que descoloridas se me antojan las palabras para transmitir lo que me inunda el alma, para dibujar cómo te quiero. “ Te quiero con la ….” Y tu dices “vida”. Te he dicho tantas veces que te quiero con la vida, que te lo has aprendido.
“Debéis mentalizaros de que nunca tendréis hijos” nos dijo el equipo médico del hospital, tras varios intentos fallidos de fecundación artificial y también in Vitro.
“No hay nada que hacer”, “estáis clínicamente desahuciados para ser padres por la vía biológica”. Abandonamos el hospital en silencio, la infinita tristeza no nos dejaba ni respirar sin rompernos por dentro. Pero yo no soy de naturaleza resignada, había otros caminos. No teníamos, ni tu padre ni yo interés alguno en transmitir nuestros genes a nadie. Lo que queríamos era vivir la fascinante aventura de criar a un hijo, de querer a un hijo, compartir todo lo que teníamos por dentro, hacer que un niño feliz se convirtiera en un adulto feliz. Así que cerramos la interminables visitas hospitalarias, los pinchazos de hormonas diarios, el vía crucis de forzar mi cuerpo químicamente e iniciamos con renovada ilusión la desventura de una adopción. Nadie que no lo haya vivido en primera persona puede imaginar cuánto de nosotros pusimos ahí, cuánta energía, cuánta ilusión. Al cabo de dos años, lo único que había crecido entre nosotros era una carpeta verde, obesa de grises formularios, nuestras manos seguían vacías y el alma otra vez, reventada. Entonces fuimos a tocar las puertas de funcionarios de un país envuelto en su propia miseria, lleno de niños sin madre inundados de parásitos y hambres. Fuimos, golpeamos las puertas y las mesas. Recorrimos los lugares, las calles embarradas donde los pequeños pisaban descalzos, viendo en cada carita morena al que pudiera haber sido nuestro niño, y decidí, otra vez, parar. Otro enorme aborto en mi existencia. Huimos a refugiarnos a nuestro lugar en el mundo. Nunca antes me había sentido tan enamorada ni tan cerca de tu padre. Nos alejamos del ruido que sentíamos por dentro en una solitaria playa del pacífico costarricense, dejando pasar las horas en largos paseos por la orilla, en intensas conversaciones intentando digerir todos esos años de búsquedas, frustraciones y fracasos.
Nunca, ni entonces, ni antes, perdí la esperanza. Nunca dejé de mirar el calendario para ver si mi regla se dignaba a faltar, a pesar del eco exterior y de la razón que me gritaban incesantemente, todo lo contrario. Siete largos años de peregrinación a la búsqueda de nuestro mayor deseo, siete años y la nada.
De regreso a casa, mi regla se retrasó. Era finales de agosto, aún hacía calor y yo solía leer un libro por las tardes mientras esperaba a que tu padre volviera de trabajar. Muchas, muchas de esas tardes, cerré el libro y mis ojos, puse mi mano en mi vientre y te llamé. Te pedí que estuvieras ahí, te pedí con todo mi ser que me habitaras.
Y lo hiciste.
Cuando lo supe, cuando tu padre me dijo “aquí hay dos rayitas” no podíamos parar de llorar y abrazarnos. Estabas ya dentro de mi y ahí sigues. Nadie lo podía creer, nadie. Menos aún los médicos. A estos se les encendieron todas las luces de alarma y nos llamaron “embarazo de alto riesgo”. Pero yo sabía, igual que tu, que todo iba a ir bien, que eras fuerte, tenaz y venías destinado a vivir. Así que, mientras el resto del mundo nos pedía pruebas médicas y controles de todo tipo, yo te acariciaba en las noches con la absurda pero completa serenidad de quien sabe algo pero no sabe porqué lo sabe. Nunca dudé y no me equivoqué. Ni un solo obstáculo durante el embarazo y entraste en el mundo con cuatro kilos y una salud de vértigo que aún hoy conservas.
Si, celebro tu nacimiento. Celebro que estés vivo, celebro que seas mi hijo, celebro haberte gestado y parido, celebro tu sonrisa, tus días malos y tu rebeldía, celebro tu voz cuando dices “mamá”, y celebro sobre todo tu sabiduría para elegir cuál era el momento en el que yo estaba lista para recibirte, aunque yo no lo entendiera.
Abriste una puerta y la dejaste abierta, de par en par. Sólo siete meses después volví a estar habitada. Tu le mostraste el camino de llegada a la vida y tu hermana corrió rauda a recorrerlo.
Entonces aprendí otra lección, simple, que se repite cada día: tengo mucho que aprender de vosotros, sólo necesito estar atenta, recordar el milagro y el privilegio de teneros, y un poco de humildad.
Miraros es creer.
Si, os quiero con la… vida.
Texto extraído del libro "Diario de nosotros" de Olga Carmona y Alejandro Busto Castelli
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