Tenía unos cuatro años y quería pescar.
Estábamos en un río cristalino, fresco, en un paraje maravilloso de algún recóndito lugar de la sierra abulense.
La madre, mal encarada desde el principio, desde que llegó con sus dos pequeños, flacos, con caritas tristes, inhibidos para no enfadarla, para que no se desatara el monstruo que se intuía su rostro y que ellos debían conocer mejor que a sí mismos.
El mayor, unos 6 años, de conducta intachable: no gritaba, no jugaba, estudiando cada uno de sus movimientos para no enfadar a mamá.
Pero el pequeño quería pescar. Y tras muchas horas esperando la oportunidad de poder hacerlo, puesto que en su pequeño universo las condiciones estaban dadas, empezó a verbalizar insistentemente que él quería pescar. Se empezaba a poner el sol y el niñito triste intuía sabiamente que se le llevarían de la mano, casi a rastras, sin darle explicación ni consuelo alguno.
Y entonces empezó a demandar: “es que yo quiero pescar”…
El monstruo que habitaba el alma de su madre encontró terreno abonado y emergió: “me tienes harta, no te soporto, eres horriblemente pesado, si lo vuelves a decir no saldrás de casa mañana”,…
Pero el monstruo, una vez desatado, no se conforma con palabras: le zarandeó, le pegó un azote en el culo y le obligó a sentarse en silencio... “Hago todo por ti y tu no agradeces nada”, “me paso la vida sacrificándome por vosotros y no reconocéis nada”, “no vas a pescar, ni hoy ni nunca, por pesado”.
Sentado en una piedra, las lágrimas corriéndole por su pequeña carita, mirando hacía el agua del río dijo bajito: …“yo quiero pescar”.
Mi hija de 6 años, testigo sereno de la tristeza del niño, se giró hacia a mí y me espetó: “¿qué le pasa a esa madre”?
Y la pregunta me retumba desde entonces tratando de entender, sin juicios, sin caer en simplismos reduccionistas y planos sobre el bien y el mal, qué lleva a una madre a tratar con ese sadismo cotidiano y conocido a su propia cría.
Y, aún a riesgo de equivocarme, creo tener alguna respuesta: lo que yo vi, más allá de lo evidente, fue a un ser humano profundamente infeliz. Lo llevaba tatuado en el gesto, en el cuerpo, en la mirada. Yo sé bien, que ese veneno pringoso como alquitrán, se contagia, se expande, intoxica todo aquello con lo que entra en contacto y especialmente a quienes se alimentan de ella para poder ser: sus hijos.
Y el mundo está lleno de seres infelices, muertos vivientes que oscurecen a quienes tienen cerca, incapaces de dar valor a lo bueno y aprovechar lo malo para aprender, personas a las que la vida les queda grande, como un regalo que no saben qué hacer con él. Y esas personas traen a otras al mundo y les enseñan a vivir a través de su filtro empañado, perpetuando y engrosando las filas de un ejército de infelices, que sin embargo, ocuparán lugares de responsabilidad y desempeñaran roles sociales importantes que a su vez harán más y más grande la ya gigantesca tela de araña de esta inmensa mediocridad.
Sin embargo a veces, sólo a veces, aparece un individuo, pequeño, flaco, frágil, anónimo, que a pesar del dolor, a pesar la sumisión, a pesar de la absoluta indefensión, insiste:
…“es que yo quiero pescar”.
Y yo siento que ese niñito, le devuelve la esperanza al mundo, en una sola frase.
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